jueves, 9 de mayo de 2013

El ocaso de María



El vestigio de los vientos de agosto comenzaba a extinguirse, la temperatura sin ser ideal presentaba buenos grados a su haber y la noche septembrina que ya había visto pasar 6 días transcurría sin exabrupto alguno. Esa noche Fito, la pequeña adoración de María, le acompañaba de forma tranquila, inocente y arrumada. Con ojos dormilones y entrañables comtemplaba a su maternal creadora, mientras ella con dolor propio y viejas pinzas despuntaba cada arco de sus cejas (una práctica femenina que no tiene satisfacción, quizás sólo hasta que alguien repara en la estética y simetría de las mismas profiriendo un acentuado piropo). Fito seguía juntando sus ganas de dormir con la atención que María prestaba a la novela que se reflejaba en el monocromático televisor de tubos. Todo era normal para la pequeña adoración, su todo residía feliz, segando cejas y relatando en alta voz cómo la vetusta antagonista esquivaba su mala hora.

Rayaban ya las 10 y Fito en una èpica batalla luchaba por no apagar sus molidos ojos, y aunque era un momento normal (acompañar a mamá), creía que esa noche su apocada enjundia no aguantaría por mucho tiempo, que pronto y sin remedio los pesados brazos de Morfeo terminarían por arrebatarlo súbitamente para llevarlo a lugares oníricos, sitio a donde un infante le deleita estar; pero de repente hubo algo que lo dejo en pie de guerra, que ahuyentó al dios griego; una desconocida y extraña sensación en la panza, algo poco parecido a una sobredosis de caramelo, algo nuevo y nada halagador, algo que hizo extremecer su enrrollado cuerpecito; era algo algo realmente fuerte pero no lo suficiente como para romper la magia que en aquella habitación de reducidas proporciones se respiraba, no había nada en el mundo, ni existía la más mínima posibilidad que Fito dejara de lado su inusitada valentía, para con atrayentes gimoteos quebrar la poesía ensoñadora que inspiraba la sonrisa de María en el tocador.

La sensación seguía creciendo, se hacía enorme con los minutos que la noche consumía por montón, se expandía sin control y mucho menos con razón, era una sensación horrible, inexplicable, demasiado confusa como para pretender interpretarla. De pronto los ojos de Fito dejaron de estar empijamados para entrar en un estado de máxima ansiedad y exagerada turbación; un - DIOS MÍO! - había roto la armonía, despedazado el alma y paralizado el tiempo. Dantesco, surrealista, apocalíptico era lo que sucedía en aquella morada. Un estrepitoso silencio avasalló los timpanos de Fito, un impulso acrobático lo dejó erguido mientras sus ojos compungidos eran testigos de la escena más dañina presenciada por su corto existir, una escena que ni el más morboso guionista dejaría plasmada en un capítulo de sus telenovelas aunque la necesitara para rescatar audiencia. Su vieja, la joven y amorosa María, la misma que en tiempos tristes le sonreía, la que le pintaba de esperanza sus mejillas y curaba con amor sus heridas, se había desplomado, había caído con el mismo escepticismo con que lo hicieron las torres aquel día.

Incrédulo y con la incomprensión a cuestas dejó que sus rodillas rompieran el frío piso, permitió que sus creencias, sus devociones se fueran al diablo y con rabiosa mirada e irreverentes palabras reclamara por lo retorcido de aquel momento. Sus manitas impotentes reposaron en la cara de María, su alma quebrada en el corazón de aquella madre, y el verde de su esperanza en la absoluta negación al temor de tener que verse condenadamente solo. Sin pensarlo voló como saeta rubia y abriendo paso por doquier no hubo terreno, oscuridad o temperatura alguna que amedentraran a sus pies desnudos. Sin serlo se transformó en uno de los karatekas que tanto admiraba y con la fuerza de 10 tumbó las puertas de los dormitorios cercanos implorando ayuda, pero solo hicieron caso los oidos de sus hermanos que como ellos, eran demasiado pequeños como para brindarle un efectivo auxilio; Pues Nando, el grande, el gran hermano, el mayor de sus héroes ésta vez no podía acudir en su ayuda, sus poderes no eran sobrenaturales, era tan humano que debía estudiar en la nocturna para en el día conseguir aportar algo más que su adorada esencia. Entendiendo esto y con la desesperación adentro, emprendió una frenética carrera al exterior donde las sombras que antes asustaban ahora salían espantadas al ver la iluminada bocanada de emergencia que expelía Fito a su paso, las minimalistas escalas que hace pocas horas eran parte de los juegos de su mundo imaginario se tornaron en interminables, fríos y serios escalones; el “coco” y todos los demonios azuzados cuando la conducta no complacía, los mismos que siempre habitaban el misterioso piso de abajo sólo alcanzaron a divisar un rostro emparentado con la angustia, un alma que parecía se la llevaba el diablo, un alguien que acompañaba su travesía con un doloroso y sinfonico lamento que enunciaba... “auxilio, auxilio mamá se desmayo” (definitivamente por delante del deseo siempre va la esperanza). Sus pasos eran zancadas de atleta puro, el tiempo era oro, por eso la prontitud era la meta; quizás sólo 10 metros eran los que lo separaban de la casa del vecino más cercano, pero en la piel de Fito eran 10 años de aletargante recorrido en el desierto.

Con la garganta seca y ronca, con los ojos rojos y empapados  logró despertar en media noche a los que siempre habían vivido junto a su hogar, los padres de Ana, una niña normal y bonita, la niña que él en las horas de parque molestaba, intimidaba y hasta excluía sin fundamento alguno, Ana era la niña con la cual comenzó a practicar la indiferencia por aquella razón que después en la edad adulta se entiende mejor, el gusto! (¿porque te quiero te aporreo?).

Con aire desganado en la voz pero con extrañeza al interior, el padre de Ana miró a su esposa y le murmuró ¿será ésta otra de las pilladas de Fito? a lo que ella respondió con tono conciliador y maternal, “y que tal que esta vez no sea una pilatuna, mejor vamos a ver que pasa”, un tanto atolondrados descolgaron sus cuerpos del añejo lecho marital, bajaron con desdén al primer piso pero al sentir que Fito casi derribaba el portón apresuraron su marcha, se podía escuchar el desespero a kilómetros de distancia. Desarmando los seguros de la puerta, entre bruscos sollozos y mejillas inundadas el niño con fuerza inusitada abrazó las piernas de la atónita madre de Ana, de inmediato y sin vacilar su esposo se inclinó papalmente para indagar que era lo que pasaba. Estaba inconsolable, era titánico poder interpretar las entrecortadas palabras de aquel niño infartado; de pronto hubo un momento de lucidez que aprovechó el aire para llegar lo más profundo como fuera posible, y fué allí cuando él pequeño consiguió contar sin mayores detalles lo que a su inmaculada mamasita le había sucedido. Raudos sin importar la facha los padres de Ana salieron y con ellos el desabrigado cuerpo de Fito. Al llegar a la habitacíon lo mágico se tornó en trágico, parecía muerta, sus ojos clausurados así lo hacían prever, ipso facto descolgaron el auricular y los servicios de emergencia enviaron la ayuda que la pequeña adoración estaba implorando desde hace ya varios minutos.

Luces rojas, grandes y con un personalizado vaiven emergieron en la oscuridad y opacaron los visos azulados que emanaban del televisor encendido, la ruidosa y aguda sirena transmitía la urgencia del momento, dramatizaba aún más la despreciable aventura que el asustado niño de 8 años había comenzado a vivir; el barullo enseguida despertó al vecindario y en microsegundos se arremolinaron varios curiosos en la casa de María, quienes de forma involuntaria fueron engendrando impropiamente una calle de honor (¡realmente era de mayúsculo horror!) que se fraguaba también en la medida en que dos seres blancos iban surcando con imperioso apuro la amontonada muchedumbre. Circunspecto Fito contemplaba aquella urgente e ineludible carrera; de repente hubo un impulso brioso en su interior, en su pecho, un empuje que fue atajado por la estupefacta, y famélica extremidad del mayor de sus héroes, Nando, quién llegando de su jornada estudiantil se estrelló con aquel espetáculo y le impidió acompañar el paso de aquella destartalada y veloz camilla, la cual mudaba a su madre del lugar que hasta hace poco era mágico hacia un largo e inhóspito carruaje blanco pintado con una cruz de rojo color en dos de sus costados.
A lo lejos confudiendose con el sonido agudo de la sirena se podían atender algunos labios repicando vocablos de esperanza que lo empujaban a creer con fe religiosa en el merecido bienestar de su amada progenitora,  eran expresiones que con decidida certidumbre lo invitaban a imaginar cómo daría gratitud eterna a esos seres que sin ser bajados del cielo emergieron como ángeles para con celestial interés darle salvación a la joven, querida y muy apreciada mujer.

Al perderse en el silencio, los sonidos que hace poco habían allanado intempestivamente la tranquilidad del vecindario desaparecieron, muchos de los impasibles espectadores regresaron al calor que sus mantas aún guardaban, al tranquilo sueño que un ajeno momento había turbado, mientras la madre de Ana tácitamente y con sentido protector congregaba a los otros pequeños de María en la inerte habitación que pálida acallaba los sucesos recien presenciados. Volteado por la furia de aquel instante vivido, Fito volvió a enrroscar su humanidad en el más aislado espacio de la cama, en un evidente estado de descomposición absoluta, sin sociego, sin palabras, con mirada turbia y extraviada; en cambio sus hermanitos somnolientos, sin comprender la proporción de tan severo maremagnum, sólo atinaron a reposar sus inocentes cabellos sobre la almohada fría y vacía; mientras tanto Nando, al ver que su presencia en casa estaba cubierta partió con ánimo desorbirtado, con afán supremo para el sanatorio y detrás suyo, la leal compañía del padre de Ana (en esos instantes siempre se necesita un faro).

El ruido acompasado del viejo reloj de mesa, caracterizaba el funesto momento que en la habitación ahora se vivía, mostraba sin proponérselo un tiempo que se consumía lentamente en la naciente madrugada; Fito no cruzaba miradas y la madre de Ana no pretendía dibujar en sus labios palabra alguna, pues el desconcierto y el no saber qué decir poco invitaba a partir el robusto y tajante silencio, pero bruscamente ése instante mudo se rompió en pedazos cuando emergió de la nada el desbordado llanto de Antonia, la tía de los niños y la hermana de María, quien al llegar se abalanzó con desconsuelo puro sobre las criaturas que hacían parte de su sangre y yacían ignorantes en el lecho maternal. El gallo recién afinaba sus compaces para saludar al nuevo día, cuando un timbre retumbó en la casa, era el negro teléfono y casi que de inmediato desgarradores cuestionamientos al maestro supremo se desprendieron de las entrañas de la tía, un descorazonado por qué era la demanda que ella subrayaba con mucho ahínco, algo que raptó de inmediato la esquiva atención de Fito, sus pequeños ojos quedaron suspendidos en los pares de su familiar quien al instante rehusó a mantener la delatora mirada y a cambio propuso una rebuscada charla que tenía como propósito enmarañar la pregunta obvia, la que tarde o temprano emanaría, “¿Qué le pasó a mamá?” Con el rostro disfrazado de serenidad y la verdad cercenada por montón, Antonia estrechó con demasiada avidez la desencajada cabeza de Fito, algo que lo confundio mucho y no respondía con cabalidad al cuestionamiento hecho. Casi que rebeldemente se desprendió del acelerado pecho de su tía y con penoso tono volvió a preguntar lo mismo “¿Qué le pasó a mamá?”, la mirada ésta vez estuvo más cerca para evitar otro zigzageo, y de nuevo Antonia con convencimiento concluyente y tono irascible le dijo “Nada, todo está bien!”. Como si fuera un mero combate pugilístico Fito ripostó con una dolida y escalofriante exclamación “Mentira, ella está muerta, ¡ella está muerta!” y fundido con un atribulado sollozar aflojó un horripilante rugido de aflicción, era una negación vehemente, rabiosa e inconsolable; Antonia rompió en llanto y le imploró al pequeño ser que no dijera eso, le expresó con el corazón roto que María realmente estaba bien, que sólo era su miedo a perderla lo que la empujaba a ser débil y llorar. Esto no fue suficiente para Fito, odiosamente se rehusó a ser abrazado, a ser consolado, prefirió emigrar a un retraido espacio que le proporcionara algo que sólo a él le gustaba. Descargó su mentón sobre la cabecera de la cama mientras retorcidas cucarachas se apropiaban de su mente, todo era negro, el parque que estaba en frente de su ventana, el cielo que lo apreciaba, los pensamientos y su percepción del altísimo; aunque en el fondo, muy en el fondo, esperaba que él no fuera capaz de apartarle de su inigualable Madre.

Los primeros colores de la mañana comenzaban a pintarse en el inmenso lienzo y apesar de ser violetas, azules, adornados con una pisca de dorado, todo se veía incoloro, de oscuro matiz y poco ánimo como para deleitarse con eso o el canto alegre del ruiseñor anónimo. La claridad había descendido, el parque de tantas historias se mostraba para Fito, quien seguía como escultura en el mismo lugar y con la misma pose de triste abatimiento. Por un momento su retina se llenó de color y no era propiamente por el tono gris del taxi que se estacionaba delante de su casa, sino porque de él aparecían las botas de ancha plataforma y la abundante cabellera setentera de su héroe. Lo primero que divisó Nando al llegar al lúgubre lugar fue la figura melancólica de Fito que se había adueñado por decreto dictatorial de la ventana, le sonrió al niño como siempre solía hacerlo, con una magia única y especial, esto estimuló al pequeño a romper su burbuja, a ver el sol, a correr... Como resorte se empujó al encuentro de su hermano, quería escuchar de su voz que María estaba bien, que pronto volvería a escuchar los reparos maternales, a sentir la calidez de sus manos, a recitar la poesía que había de tarea. El héroe no alcanzó a dar tres pasos cuando la presencia de Fito venía avasallante hacia él, tuvo que apretar las muelas y afrontar el nudo que le ahorcaba para hincarse, para extender sus brazos con suave callado y así darle una apaciguadora recepción al que llegaba a su encuentro. Se sintieron mutuamente las costillas, las falanges apretaron con vigor y tímidos suspiros se descargaron al unísono. A Nando involutariamente una lagrima se le exilió en la desteñida mejilla del niño, quizo evitarlo, pero el dolor era exageradamente desmedido para un mortal, esto inquietó a Fito lo que lo llevó a ver los ojos rojos de su héroe. No hubo necesidad de preguntas lacerantes, ni de cuestionamientos irreverentes, la mirada de su hermano nunca le había mentido y esta vez no sería la primera, al verlo supo que ella se había ido a un mundo que para él no existía, que no aceptaba ni quería; el semblante amargo, las manos frágiles y lo andrajoso del alma de su héroe lo habían confirmado; con voz árida Nando sólo pudo balbucear, “nené, nos quedamos solos, la mamita se nos fue”, contiguo se desataron nudos, se aflojaron muelas, se perdieron esperanzas y se desbocó la tristeza, regresó la oscuridad, la dulzura del momento se evaporó sin piedad y todo quedó por el piso.

Inmersos en la desazón los dos hermanos se hallaron sorprendidos por el vacío de quien ya no está, de aquella mujer que años atrás los parió y ahora les dejaba sembrado en el corazón la semilla del amor puro y desinteresado, la herencia de un buen obrar y el desafío  de escribir su propia historia en un libro de muchas hojas en blanco, la cual funesta e ineludiblemente anidará un capítulo dedicado al ocaso de María.

miércoles, 26 de diciembre de 2012

La efeméride de mi hermano

En cada minuto, en cada paso, en cada fallo, he paladeado tu mano, tu corazón, tu palabra grande, fraterna y honesta, con ese amor bello que heredaste.

Muchas son las horas y varios ya los años a tu lado, aprendiendo a caminar, a mirar de cara al sol, arrumando nubes grises para forjar momentos felices.

A medida que los soles y las lunas se consumen, a Dios doy gracias, porque no mordiste el polvo a pesar de los desaires y sigues incolume como la esfinge, atento como el vigía, leal como el amigo y fuerte como el león.

Y es que agradezco sin cansancio porque tus palabras silenciosas, tus finos abrazos, tus sabios procederes han encallado en mi el coraje, el amor y la fe para apetecer una vida sin desdén!

lunes, 24 de diciembre de 2012

A ella, la Putiaron!

La palabra perdió su vestido, va como puta de boca en boca,
sin sentimiento ni verdad. Se pasea con lujuria de noche y de día
balbuceando algo que ya no está.

No es necesario un día de halloween, diariamente la disfrazan
para amar, para trabajar, para cosechar lo que antes se hacía
con honestidad.

Pobre, ya no tiene corazón, un oscuro velo si, uno que cambia
de color más no de intención. Un trapo que por más que se
lave seguirá siendo puerco, mal oliente y poco altruista.

Ya la palabra es un Frankenstein, de egos, codicia e importaculismo puro,
el refugio perfecto para los huérfanos de valor, para el lacayo de la ambición, para el egoista de profesión.

Lástima, la putiaron, la convirtieron en una bastarda, una prepago de lo más barata, en una triste harapienta... en la que aún, creo yo!

viernes, 30 de marzo de 2012

Cuando te hayas ido

Falta harás, a mis sentidos, a la luna, a las pequeñas mariposas
que tengo cada vez que allanas mi universo.

Habrá bandera a media asta, sin lagrimas, pero con labios rotos,
rotos por la fuerza de mis labios, de mi impotencia, habrá silencio.

La vida seguirá con tumbos, con saltos, con tu recuerdo; con la
sensación de que aún estas en el aire con estas 1280 almas.

Lo fabuloso se irá en un cadillac rosa, lo triste en un instante y
la puerta quedará abierta para ti!

Cuando te hayas ido espero que la vida me ayude a regresarte
o que ella sea demasiado vieja como para yo esperarte.

Momento nadaista

No quiero reír, no saber de nadie ni siquiera de mi.
No quiero enfrentar mis errores, ni recordar que me han querido.


Deseo ensimismar la depresión, desanimar al más optimista
sin un racional por qué.


Me dijeron que tenía la mirada triste y tal vez ni Dios lo comprenda,
es un momento ajeno, un instante para mi.


¿Por qué no puedo desollar a quienes tanto daño hicieron?
¿Por qué no puedo expirar tranquilo sin alborotar dolor?
¿Por qué no puedo vivir sin una tonta razón?



Kamikaze

Dame libertad, déjame caer, que voy a donde el ocaso es.


Estrellaré mis ganas contra el oscuro, olvidando el rumbo, mi esperanza,
mi fe, desparramando mi esencia y los sueños que no pude obtener.


Voy a volar alto, tan alto que al caer ni pedazos quedarán
de un acto que como éste es egoista y cruel.



1996 (mi alunizaje)

En la volátil fuga de mis sueños inunda un verde,
despunta un mundo, se divisa una galaxia.


En ésa danza de color mis brazos emergen,
mis ojos brillan, mi nave vuela... otra vez!


Cósmicamente en el insaciable levitar de mis
oníricos anhelos, desprende su magia, contacta
mi centro, desvanece mi miedo, me anima a volar.


Mientras, dejo atrás el espacio sideral de mi soledad,
para alunizar en su boreal alegría, el desorbitado
levitar de mi corazón azul!